2. Reconciliación
Una vez que nos hemos despertado a la vida espiritual, tenemos que reconciliarnos con el mundo que nos rodea. ¿Por qué? Tomemos un ejemplo. Mientras la cabra está pastando en el espacio que le permite recorrer la longitud de su cuerda, se olvida de que está atada. Pero en el momento en que es atraída por una hermosa mata de hierba, siente la resistencia. De igual forma, en el momento que queremos cambiar algo en nuestra vida, nos encontramos con una doble resistencia, exterior y interior. En el exterior, nos enfrentamos al orden establecido, a la opinión de nuestros semejantes. Ignorarla brutalmente no es la buena política. La Naturaleza nos enseña a actuar con dulzura pero con perseverancia. Como la campanilla de las nieves que, en primavera, consigue poco a poco apartar la capa de nieve helada para florecer con el primer rayo de sol…o como las frágiles y pequeñas hojas contenidas en cada capullo que, en los primeros días cálidos, se desprenden de las rígidas capas que las encerraban durante el invierno. Se puede ver en todas partes: aquello que es capaz de manifestar la vida más intensa, por muy delicado que sea, siempre acaba triunfando. Por tanto, en el comienzo de cualquier iniciativa hay que actuar con delicadeza, diplomacia y psicología. Y como esta idea de ampliar nuestra vida es todavía joven en nosotros, delicada como una pequeña llama que hay que proteger de las corrientes de aire, como un tierno germen para el cual hay que preparar el terreno donde echará raíces, tenemos que estar atentos en no suscitar oposiciones, criticas, burlas que podrían poner su vida en peligro. La dulzura, la paciencia, la conciliación son necesarias.
En nuestro interior, nos enfrentamos con la resistencia de nuestros hábitos, con la inercia de nuestra propia materia. En este terreno, utilizar la fuerza bruta podría causar daños, incluso conducir al desequilibrio. Aquí también debemos utilizar las fuerzas del amor, de la dulzura, de la paciencia hacia nosotros mismos, de la persuasión, hablando con nuestras células. ¿Queréis un ejemplo? Supongamos que os cuesta trabajo levantaros temprano para asistir a la salida de sol… Entonces dirigíos a vuestras células: “He aprendido qué benéfico es contemplar el sol al amanecer: de él recibimos la vida, el calor, la luz. Os convendría sostenerme en mis esfuerzos, porque vosotras os beneficiareis. ¡Ayudadme a vencer mi pereza ¡” Así, por una parte, os ganáis el sostén de vuestras células y por otra parte os deshacéis de entidades que os impulsaban a la debilidad: como ya no encuentran alimento de su conveniencia, acaban abandonándoos. Este ejercicio nos ayuda a entender también qué necesario e indispensable es, en el momento de entrar en la vía espiritual, tener un Maestro y seguir sus consejos.